Domingo 23 de diciembre
4º de Adviento
Lucas 1,39-45
Isabel
no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María,
siente los movimientos de la criatura que lleva en su seno y los interpreta
maternalmente como «saltos de alegría». Enseguida bendice a María «a voz en
grito» diciendo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre».
En
ningún momento llama a María por su nombre. La contempla totalmente
identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer
creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: «Dichosa porque
has creído».
Lo
que más le sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su
dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir.
Isabel no sale de su asombro. «Quién soy yo para que me visite la madre de mi
Señor?».
Son
bastantes las mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En
algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las
primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para
pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos está
haciendo daño a todos.
El
peso de una historia multisecular, controlada y dominada por los varones, nos
impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia
prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos,
pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que
nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una
bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.