
Queremos, en todo momento, saber cómo y por dónde llegaremos a Jesús.
Por eso nos encanta una religión formalista que diga
puntualmente cuánto tenemos que dar y cuánto tenemos que rezar, por ejemplo,
para conseguir lo que los cristianos llamamos la vida eterna, es decir, ese
final feliz que durará para siempre.
No nos gusta, sin embargo, la inseguridad y el riesgo.
Nos parece insensato que la relación con Dios sea una aventura
personal, renovada diariamente, en la que se compromete, no unas oraciones, e
incluso unos dineros, sino una actitud vital asumida con responsabilidad y que
nos ocupa por entero.
Tanto
la fe como la ciencia coinciden en afirmar que el mundo tendrá fin, pero la
realidad es que el fin del mundo para cada uno de nosotros es el día en que
muramos.
Y esta verdad nos la recuerda el sacerdote el miércoles de
ceniza cuando, poniéndonos un poco de ceniza sobre la frente, nos dice:
Acuérdate de que eres polvo y en polvo te has de convertir.
El
caminante de la vida necesita ir descubriendo, junto a las pequeñas ilusiones
ficticias que pueden entretenernos un rato, los agarraderos fuertes y
definitivos en los que apoyar nuestras vidas y nuestra esperanza…
Y es entonces cuando descubrimos a Jesús. No a su dios, sino al Jesús que se desvela, descubre y manifiesta en el recorrido de nuestra vida, en
las esperanzas, en los anhelos, en las necesidades grandes o pequeñas…
Ganaremos mucho, cuando orientemos nuestra
confianza hacia quien únicamente la merece: Jesús. Como dice el evangelio de
hoy, no nos dejemos engañar, será la constancia la que salve nuestras vidas.