Domingo 15 de Mayo
Pascua Pentecostés
Juan 14,15-16.23b-26
¿Cómo
no gritar con fuerza: ¡ Ven, Espíritu Santo! Ven a tu Iglesia. Ven a liberamos
del miedo, la mediocridad y la falta de fe en tu fuerza creadora?
Sin
el Espíritu creador de Jesús, podemos terminar sin que nadie en la Iglesia crea
en algo diferente. Todo debe ser como ha sido. No está permitido soñar con
grandes novedades. Lo más seguro es una religión estática y controlada, que
cambie lo menos posible. Lo que hemos recibido de otros tiempos es también lo
mejor para los nuestros. Nuestras generaciones han de celebrar su fe vacilante
con el lenguaje y los ritos de hace muchos siglos. Los caminos están marcados.
No hay que preguntarse por qué.
Cuando
nuestro corazón está «cerrado», nuestros ojos no ven, nuestros oídos no oyen.
Vivimos separados de la vida, desconectados. El mundo y las personas están «ahí
fuera» y yo estoy «aquí dentro». Una frontera invisible nos separa del Espíritu
de Dios que lo alienta todo; es imposible sentir la vida como la sentía Jesús.
Solo cuando nuestro corazón se abre, comenzamos a captarlo todo a la luz de
Dios.
Cuando
nuestro corazón está «cerrado», vivimos volcados sobre nosotros mismos,
insensibles a la admiración y la acción de gracias. Dios nos parece un problema
y no el Misterio que lo llena todo. Solo cuando nuestro corazón se abre,
comenzamos a intuir a ese Dios «en quien vivimos, nos movemos y existimos».
Solo entonces comenzamos a invocarlo como «Padre», con el mismo Espíritu de
Jesús.
Cuando
nuestro corazón está «cerrado», en nuestra vida no hay compasión. No sabemos
sentir el sufrimiento de los demás. Vivirnos indiferentes a los abusos e
injusticias que destruyen la felicidad de tanta gente. Solo cuando nuestro
corazón se abre, empezamos a intuir con qué ternura y compasión mira Dios a las
personas. Solo entonces escuchamos la principal llamada de Jesús: «Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo».
No
hemos de mirar a otros. Hemos de abrir cada uno nuestro propio corazón.