La Cuaresma es un itinerario de búsqueda del rostro de Dios y de nuestro propio rostro. El desierto es un lugar desnudo, árido, sin caminos, sin esquemas hechos. Sólo invita al hombre-caminante a atravesar lo, dejándose invadir por el horizonte que siempre está delante. Penetrar en él es desprenderse de un mundo hecho para aventurarse por lo inseguro, lo deforme, lo inacabado.
Quizá hoy el mayor pecado de nuestro cristianismo no está en ignorar la Palabra de Dios sino en tergiversarla o manipularla para ponerla al servicio de tal filosofía o ideología política, para que encaje en tal esquema que no estamos dispuestos a abandonar, pero que debemos o necesitamos disfrazar de «evangélico» para que la conciencia duerma tranquila.
Entrar, pues, al desierto de esta cuaresma, guiados por el Espíritu, es penetrar en un tiempo interior de búsqueda sincera y valiente de nuestro propio camino de hombres -de cristianos creyentes-. Es inútil pretender el camino o la respuesta ya elaborados, o señales taxativas que nos digan qué tenemos que hacer o cómo decidir.