
Un nuevo rostro de Dios
Por José
Sánchez Luque
El 24 de
noviembre se clausura el Año de la fe. El jesuita y catedrático de biología, el
malagueño Ignacio Núñez de Castro nos ha ofrecido hace poco una hermosa
reflexión sobre los “Retos de la ciencia a la fe y a la nueva evangelización”.
En su artículo (revista Manresa, oct-dic- 13) afirma que “nuestro lenguaje,
imágenes y símbolos sobre el mundo, el hombre y Dios deben ser inteligibles
para el hombre y la mujer de hoy”.
Y cita,
además, al pensador W. Pauli que el año 1927 escribía estas proféticas
palabras: “Llegará el día en que los símbolos y las imágenes de la religión
tradicional no posean ya una fuerza convincente ni siquiera para el pueblo
sencillo”. Pienso que está llegando ese día, pero nos resistimos a admitirlo.
Muchos
pensadores afirman que nos encontramos de lleno en un segundo tiempo axial, el
final del neolítico. Una profunda transformación espiritual es posible y
necesaria en nuestro planeta. Pero, ¿qué puede ocurrir con el cristianismo? Nos
podemos convertir en un gueto cultural irrelevante si no encontramos esos
cauces nuevos para revivir el evangelio y renovar el cristianismo con el fin de
que siga siendo levadura y luz para las personas de hoy y del futuro.
Estimo
que es urgente para los cristianos hacer otra teología, una teología que vuelva
la fe más comprensible y visible para las personas de hoy. Tenemos que repensar
el cristianismo para que sea evangelio liberador. Y no podrá ser liberador
manteniendo conceptos y paradigmas del pasado que hoy resultan anacrónicos. No
podemos seguir hablando de Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a
cosmovisiones superadas. Tenemos que “vivir y sentir – escribía Teilhard de
Chardin- un nuevo rostro del hombre y un nuevo rostro de Dios”.
Por ejemplo, no podemos hablar de Dios
como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y geocéntrico.
Dios no es un ente, ni es algo, ni es alguien con psicología
y sentimientos como los nuestros. Dios no interviene desde fuera cuando quiere.
Dios es como la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto
late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación,
la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven el universo en su infinito
movimiento y en su infinita relación.
Tampoco podemos hablar del ser humano como si las ciencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación.
¿Y el pecado? ¡Qué absurdo nuestro
lenguaje tradicional sobre el pecado, y por lo tanto del perdón! El pecado no
es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y
el daño. Pero somos amados y podemos seguir: eso es el perdón.
Pensemos
que los contenidos dogmáticos de nuestra fe están expresados en un idioma entre
mágico y mítico. Hay que esforzarse en plantear el mismo contenido pero por
medio de modelos cognitivos diferentes. Así la fe podrá ser aceptada por las
personas, especialmente los jóvenes, que han superado los anteriores niveles de
conciencia. Estamos pasando del platonismo a la física cuántica.
Si santo
Tomás de Aquino -el teólogo por antonomasia- levantara la cabeza sería el
primero en protestar por seguir manteniendo hoy casi la misma teología de hace
ocho siglos. Y nos diría con pena que le hemos traicionado. En efecto, ser
fieles a santo Tomas no consiste en repetirle, sino en hacer en nuestro tiempo lo
que él hizo en el suyo: repensar el cristianismo para que siga siendo
iluminación y consuelo, medicina y liberación para todos y todas.
Alejemos
de nuestras mentes el tomismo decadente como nos pedía hace poco el papa
Francisco. Busquemos nuevos lenguajes, nuevos paradigmas. Hoy se habla de que
se están incubando otros dos cambios de mucha mayor envergadura: en el nivel de
conciencia y en el modelo de cognición.
Divulguemos
sin miedo las nuevas teologías, inspiradas sin duda en el Espíritu del
Resucitado y en los signos de los tiempos. Las magnas marianas y las Mater Dei
pueden tener su sentido, pero solo si nos llevan a una profunda renovación
evangélica, social y eclesial.
No
olvidemos las valientes palabras que el papa Francisco nos ha recordado en
varias ocasiones: “Prefiero mil veces una Iglesia accidentada por buscar nuevos
caminos a una Iglesia enferma y anquilosada, cerrada sobre sí misma”. ¡Cómo nos
gustaría que nuestros dirigentes eclesiales tomaran esta actitud como objetivo
prioritario en su acción pastoral!