Domingo 13 de agosto
19 del tiempo ordinario
Mateo 14,22-23
¡Cuántos
miedos y fantasmas hemos tenido que superar en las ideas sobre Dios, inculcadas
en el pasado! Amenazas atronadoras, profecías apocalípticas y el fuego, el
fuego del infierno o, en el mejor de los casos, el del purgatorio. Y los
fantasmas: el fantasma del Dios justiciero, el de la muerte repentina, el de
los mil peligros que conducen al abismo o el de las apariciones de las almas en pena.
Afortunadamente, la mejor formación humana a que nos ha ido
llevando la ciencia y el camino hacia una mayor madurez religiosa abierto por
el Concilio en los años sesenta han conseguido un enfoque del tema bastante más
positivo. Nuestro Dios no es el dios del miedo, sino el de la bondad. No es el
dios justiciero, sino nuestro Padre. No es el dios que atruena entre las nubes,
sino el Dios cercano, que derrama misericordia, esperanza, paz y amor.
Dios ha sido siempre así. No es que haya cambiado. Lo que
pasa es que en ciertos momentos convulsivos de la historia, la situación se
prestaba más a acentuar la imagen de omnipotencia, de victoria contra los
enemigos, de legislador e impartidor de justicia. Pero, por encima de todo,
Dios siempre ha sido gozo y paz, porque Dios es siempre amor.
Con
frecuencia nos ha interesado el Dios todopoderoso que hace y deshace a
capricho, que puede emplear esa omnipotencia en favor mío, si cumplo
determinadas condiciones. Si en la religión buscamos seguridades, estamos
tergiversando la verdadera fe-confianza. No es el miedo lo que tiene que
llevarnos a Dios, sino la confianza total. Ni como Iglesia ni como individuos
podemos seguir poniendo nuestra salvación en las seguridades externas.
Dios se hace presente en la brisa y en la calma. Quien lo
encuentra, halla el gozo y la paz. Alejemos definitivamente los fantasmas del
miedo y vivamos la maravilla de nuestro encuentro con el Señor.