La Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan
por defender los derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo
el derecho a no tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de
origen. Este proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de
ayudar a los países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se
confirma que la solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional
y la ecua distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales
para actuar en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de
donde parten los flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades
que inducen a las personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el
propio ambiente natural y cultural. En todo caso, es necesario evitar,
posiblemente ya en su origen, la huida de los prófugos y los éxodos provocados
por la pobreza, por la violencia y por la persecución.