28 del tiempo ordinario
Marcos 10,17-30
Aunque casi nunca se quiere admitir así, es una enfermedad
mental que pone de manifiesto un desarreglo interior de la persona. Una falta
de equilibrio que consiste en equivocar los intereses vitales y los objetivos
orientadores de la vida.
Esta enfermedad se va agravando en la medida en que la persona
va poniendo como objetivo supremo de su vida el dinero y lo que el dinero puede
dar. Sin darse cuenta él mismo, el enfermo termina por reducir su existencia a
ser reconocido y admirado por su dinero, por la posición social que ocupa, por
los coches que posee o por el nivel de vida que se puede permitir.
Entonces el dinero se convierte en lo más importante de la vida.
Algo que se antepone a la ética, al descanso, a la amistad y al amor. Y la vida
termina por arruinarse en la insatisfacción constante, la competitividad y la
necesidad de ganar siempre más.
Si la persona no sabe detenerse, poco a poco irá cediendo a
pequeñas injusticias, luego a mayores. Lo que importa es ganar a toda costa.
Llega un momento en que el corazón se endurece y la codicia se va
apoderando de la persona corrompiéndolo todo, aunque casi siempre permanezca
disimulada bajo apariencias respetables.
El remedio no consiste en despreciar el dinero sino en saber
darle su verdadero valor. El dinero que se gana con un trabajo honrado es
bueno. Es necesario para vivir. Pero se convierte en nocivo cuando domina
nuestra vida y nos empuja a tener siempre más y más, sólo por poseer y
conseguir lo que otros no pueden.
Cuando esto sucede, fácilmente se cae en el vacío interior, el
trato duro con los demás, la nostalgia de un pasado en el que, con menos
dinero, se era más feliz o el temor a un futuro que parece siempre amenazador.
La manera sana de vivir el dinero es ganarlo de manera limpia,
utilizarlo con inteligencia, hacerlo fructificar con justicia y saber
compartirlo con los más necesitados.