Primer domingo de adviento
Lucas 21,25-28.34-36
Cuentan
que en una tertulia en que intervenía Ortega y Gasset saltó el tema de lo que
habían cambiado los contertulios en la última etapa de su vida. Cada uno ponía
de relieve los cambios más significativos. Uno de los contertulios comentó: “Yo
llevo prácticamente treinta años sin cambiar nada. Le he cogido el tranquilo a
la vida, y ahí sigo”. “¿Cuántos años has cumplido?”, le pregunta Ortega y
Gasset. “Tengo 64″. “No, le replica, tú no tienes 64 años, tú tienes 64 veces
el mismo año”.
Con
frecuencia nuestra vida se parece a un carrusel o un tiovivo: damos siempre
vueltas en torno al mismo eje. Aparentemente avanzamos. En realidad estamos
siempre en el mismo sitio.
Quien
elige el carrusel como forma de existencia es un “muerto en vida”, o un
permanente infante.
A la
velocidad que se mueven las cosas en nuestro mundo, la vida es más parecida a
un viaje en avión.
Pero
imagínate que uno cree que ya ha logrado todo como persona y como cristiano.
Podrá querer seguir creciendo aumentando sus bienes materiales. Pero sus
convicciones como persona, su forma de afrontar la vida, de vivir la fe lo
considera algo ya alcanzado.
Ha
llegado el momento de no plantearse cosas nuevas que puedan complicar una forma
ya “estable” de vivir.
¿Qué
haría? Pisar el freno del avión. ¡Hasta aquí he llegado! Si eso fuera posible
el avión caería en picado a tierra y su vida terminaría hecha pedacitos.
Es
evidente. Pero muchas veces actuamos así. Y así nos va.
Por
fortuna estamos en pleno vuelo. Y el comienzo del adviento es una invitación a
revisar si el rumbo y la velocidad a los que vivimos son los correctos para
llegar a un aterrizaje feliz o si debemos hacer algunos cambios.
Cada día una nueva pregunta, cada año un
nuevo planteamiento. Mira hacia atrás y piensa: ¿Por qué hice todo eso? Mira
adelante y grita: ¡Cuánto me queda por hacer!