Domingo 26 de Octubre
30 del tiempo ordinario
Mateo 22,34-40

Si en la Iglesia, en nuestras comunidades y parroquias escucháramos a las personas que se acercan y participan, si pudiéramos entrar su corazón, seguramente descubriríamos el deseo de hacer un mundo de hermanos donde dé gusto vivir. Y es hermoso esto porque significa que entramos en ese talante que Jesús quería para sus cristianos.

Jesús revela que el amor es lo central en la vida. Y amar es una pasión positiva, no una simple abstención de odio. Ahora sabemos con entera seguridad en qué merece la pena agotar nuestras fuerzas. Aunque a veces el egoísmo nos pueda, al menos sabemos en qué hemos de empeñarnos con toda el alma.

Lo trágico para nosotros no es que no nos amen, sino que no amemos nosotros a los demás. Porque el amor es tan importante, afirma Pablo que desafía a la eternidad (1 Co 13,13). Todo lo demás quedará aquí; sólo nuestra capacidad de amar irá con nosotros… Es que somos eso: densidad de amor, como el sol es su fuego. ¿No es esto decisivo a la hora de orientar nuestra vida?

El egoísta, que no es capaz de amar, sufre la suprema miseria, la máxima deshumanización posible, la vaciedad más profunda. Ya puede ser un Premio Nobel, un investigador que pase a la historia de la ciencia, un político capaz de arreglar definitivamente las tragedias que asolan el mundo; ya puede ser el artista, el médico, el poeta, el pintor, el humanista más grande de la historia, puede hacer los milagros económicos y sociales más sorprendentes que “si no tiene amor”, no pasa de ser un pobre diablo, un pobre de solemnidad (1 Co 13,1-3). Sin el amor como impulso vital, nada vale. Sólo el amor da autenticidad y grandeza a la persona.