LA ALEGRÍA PASCUAL
La
alegría es el signo de la presencia de Jesús resucitado.
Seguramente que los
cristianos no estamos muy convencidos de ello o no lo hemos comprendido del
todo, a juzgar por nuestras actitudes y conducta.
Cada
misa debería ser gozada por la comunidad, y el gozo de cada uno compartido con
el otro. Para eso necesitamos crear un clima de mayor sencillez y
espontaneidad, de modo que cada domingo festejemos la alegría de haber vivido
una semana de amor y servicio a los hermanos.
En
Pascua celebramos la alegría del amor que da, que ofrece, que comparte y que
sirve. Por eso, una comunidad sin acción, sin dinamismo, sin responsabilidades
compartidas no podrá nunca gozar del auténtico sentido de la alegría pascual.
La
alegría pascual sale de nosotros, del interior hacia afuera. No es producida
por lo bueno que hay afuera sino por el bien que tenemos dentro, la presencia
de Jesús. La alegría que depende del exterior es fatua, porque no suprime la
cobardía ante la vida ni tiene nada esencial para fundamentarla.
Es
probable que, alguna vez, todos hayamos dudado de la presencia de Jesús resucitado, pero el evangelio nos dice que detrás de esa duda se esconde otra
cosa: también negamos o dudamos de la presencia de nuestro prójimo, por lo
menos de algunos, porque vivimos como si no existieran.
Ahora
el cuerpo de Jesús es la comunidad -“vosotros sois el cuerpo de Cristo”,
insistió Pablo- y la primera lección de la Pascua es ésta: felices seremos si
aceptamos a esta comunidad y a estos hermanos, miembros todos del único y mismo
cuerpo de Cristo resucitado.
En la
medida en que metamos nuestros dedos en las llagas abiertas de la comunidad, en
su dolor, en sus angustias, en sus pobres y enfermos; en la medida en que
toquemos ese cuerpo sufriente y lo reconozcamos como nuestro cuerpo, en esa
misma medida descubriremos a Cristo resucitado. Aquí está nuestro Señor y
nuestro Dios, y aquí es donde debemos adorarlo y servirlo.