Domingo 2 de septiembre
22º del tiempo ordinario
Marcos 7,1-8.14-15.21-23
Un
escritor ruso decía que lo que hay de más conservador en cualquier hombre son
sus costumbres. Todos tendemos a hacer
un “dios” de nuestras costumbres; todos nos
aferramos (como si fuera algo decisivo para la historia de la humanidad)
a nuestras costumbres. Y para ello
solemos revestirlas con solemnes razones que ayuden a sostener su respetabilidad. Quizás hablemos de leyes
divinas o de principios inscritos en la naturaleza humana, o más sencillamente pretendemos que
“siempre se ha hecho así” o amenacemos
con las trágicas consecuencias que implicaría actuar de otro modo.
También es posible que los argumentos
vengan de contrapuestos horizontes y digamos que “el progreso lo exige” o que la “ciencia lo demuestra”. Los argumentos
pueden ser distintos y aún contradictorios,
pero la mayoría, la gran mayoría de los hombres, lo que intentamos es
conservar y defender nuestras
costumbres, nuestro modo de actuar.
Lavarse
las manos antes de comer era en tiempos de Jesús uno de los gestos externos de
pureza moral. Y a los fariseos de todos
los tiempos siempre nos han importado mucho los gestos externos.
A
Cristo no tanto. Cristo nos responde que lo limpio y lo sucio del hombre no
está en las manos sino en el corazón.
Y
esto va por todos nosotros: por los cristianos que nos lavamos las manos y
vamos por ahí con nuestras manos
cristianamente lavadas pero con nuestro corazón cristianamente sucio.
No
nos servirá el lavarnos las manos. Solo la bondad nos hará limpios por dentro:
la negación de nuestro propio egoísmo y
la generosidad, la entrega, el trabajo por los demás.