Domingo 17 de julio
16 del tiempo ordinario
Lucas 10,38-42
Cuando
practicamos la hospitalidad en la persona de aquellos a los que abrimos
nuestros brazos y nuestra casa, acogemos al mismo Cristo…
La
hospitalidad es una cualidad que nunca se aprende en los libros. Es una actitud
interior que lleva a abrirse y a compartir las cosas… Pertenece al misterio de
quien es verdaderamente hombre o mujer…
Para
reencontrar la auténtica hospitalidad debemos observar a los pobres. Me decía
una vez un misionero: en el norte de África, el pobre te invita a su mísera
barraca hecha de barro, de palos y cartón y no cesa de repetir: ¡Mi casa es tu
casa! Ven y bebe un poco de té. Ven a comer. Y, si se hace de noche, no te
dejará marchar. Tendrás que quedarte a dormir. Para ti extenderá en el suelo
sus mejores esteras, y Dios sabe dónde irá él a dormir. Después, cuando ese
hombre venga a Europa o a España, encontrará en nuestras fronteras un cartel:
¡Prohibido la entrada a los africanos!…
Ser
hospitalario significa ofrecer el corazón, la casa y lo que tengas…
“Haz
de tu casa un lugar permanente de acogida, decía la Madre Teresa, haz de tu
hogar un lugar de perdón y de paz. Invita a tu mesa. El espíritu resaltará más
en la sencillez que en la abundancia de alimentos”.
Lo
importante es el calor de la acogida y la exquisitez en la relación, no la
abundancia de manjares ni lo lujoso y confortable de la casa. Esto es lo que
parece tenía agitada a Marta que no quería que le faltara detalle al Maestro y
a su grupo.