Domingo 10 de abril
3º Domingo de pascua
Juan 21-1,14
Confiar es lo que hace Jesús, y Dios mismo,
en el texto evangélico de este domingo. Los hechos están ahí: los discípulos
habían abandonado a Jesús en el momento de la dificultad. El malo no fue solo
Judas. Pedro había negado tres veces conocer a Jesús y los demás habían salido
todos corriendo. Todas son razones para que la presencia de Jesús resucitado
les causara terror y temor. ¡Podía venir a cobrarse la deuda, a tomarse la
revancha, a vengarse! Pero Jesús hace exactamente lo contrario. Les mira como
si nada hubiese sucedido y les vuelve a preparar la mesa.
Nuestro
mundo está muy preocupado por la seguridad. Es normal. El instinto más básico
es la búsqueda de la supervivencia o la seguridad de mantenernos en vida. Ese
deseo o instinto es, sin duda, una de las motivaciones más fuertes de nuestros
actos. Queremos estar seguros en el puesto de trabajo. Pero también queremos
estar seguros del cariño de los que nos rodean o, al menos, de que los otros no
son una amenaza para nuestra vida. Por eso, los países refuerzan sus fronteras
y los particulares las cerraduras de sus casas. Queremos sentirnos seguros.
El
problema es que nuestros esfuerzos no dan muchos resultados. Asegurarnos contra
todas las amenazas roza los límites de lo imposible. Es caro, muy caro. Hay que
pagar mucho para obtener unos resultados mediocres. Por mucho que se pague,
¿quién se puede proteger de los desastres naturales? Y en el mundo de las
relaciones personales renunciar a todos los riesgos significa renunciar a esas
mismas relaciones. La soledad es un precio muy alto. Diría que por ahí no hemos
encontrado la solución.
Jesús resucitado nos ha invitado a comer con
él –lo hace cada día en la Eucaristía– y cada día nos reitera su confianza.
Sentimos que Dios cree en nosotros y eso nos hace sentirnos seguros y fuertes
para confiar también nosotros en los demás, para anunciar el mensaje de la
reconciliación, del perdón, de la misericordia para todos. Sin excepciones.