Domingo 20 de marzo
Domingo de Ramos
Lucas 23,1-49
No
tenía dinero, armas ni poder. No tenía autoridad religiosa. No era sacerdote ni
escriba. No era nadie. Pero llevaba en su corazón el fuego del amor a los
crucificados. Sabía que para Dios eran los primeros. Esto marcó para siempre la
vida de Jesús.
Se acercó
a los últimos y se hizo uno de ellos. También él viviría sin familia, sin techo
y sin trabajo fijo. Curó a los que encontró enfermos, abrazó a sus hijos, tocó
a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con ellos y a todos les devolvió la
dignidad. Su mensaje siempre era el mismo: “Éstos que excluís de vuestra
sociedad son los predilectos de Dios”.
Según
la fuente cristiana más antigua, al morir, Jesús “dio un fuerte grito”. No era
sólo el grito final de un moribundo. En aquel grito estaban gritando todos los
crucificados de la historia. Era un grito de indignación y de protesta. Era, al
mismo tiempo, un grito de esperanza.
Nunca
olvidaron los primeros cristianos ese grito final de Jesús. En el grito de ese
hombre deshonrado, torturado y ejecutado, pero abierto a todos sin excluir a
nadie, está la verdad última de la vida. En el amor impotente de ese
crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando
contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos.
Para
creer en este Dios, no basta ser piadoso; es necesario, además, tener
compasión. Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta celebrar la
semana santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e
identificarnos un poco más con ellos.