Domingo 29 de marzo
Domingo de ramos
Marcos 15, 1-39
Todos se ríen de él, ridiculizando las palabras que había
pronunciado cuando predicaba: tanto los que al escucharlo recibieron su mensaje
como acusación y denuncia de sus injusticias como los que lo debieron sentir
como anuncio de liberación. Todos de acuerdo: los transeúntes, gente del pueblo
que quizá lo había aclamado el domingo de Ramos y que ya había perdido toda
esperanza en él; los sumos sacerdotes y los letrados que habían vuelto a
engañar al pueblo para que rechazara a Jesús y que ahora celebraban lo que
creían que era su triunfo, y hasta los que estaban crucificados con él. Todos
de acuerdo en que ése no es modo de salvar al mundo: si el salvador no es capaz
de salvarse a sí mismo…, ¿a quién podrá salvar? Todos de acuerdo en que si Dios
estuviera con él la suerte de aquel condenado no sería la que estaban viendo.
Si aquel despojo humano fuera de verdad el Hijo de Dios, ¿qué clase de Padre
sería ese Dios?
Dios es amor, dice San
Juan. Y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder sí está llena la figura del
crucificado. Sus paisanos no fueron capaces de descubrirlo: todos los que
hablan al verlo en la cruz pretenden que Dios anule lo que los hombres han
hecho para que, demostrado así su poder, puedan creer en Jesús. No les entraba
en la cabeza que el amor fuera ya salvación.
Quizá también a
nosotros nos resulta difícil creer que el amor puede transformar el mundo. Sin
embargo, conocemos por experiencia la fuerza del amor: si se apodera de
nosotros nos cambia la vida, y cuando se hace norma de convivencia de un grupo,
transforma su forma de vivir. Entonces, si lo dejáramos organizar el mundo en
lugar de que siga estando en manos de la fuerza y del poder, ¿no cambiaría
nada? No, no es tarea fácil. Como Jesús, hay que poner en juego la vida. Y sin
ventaja: Jesús tuvo que afrontar la muerte solo, como un simple hombre.