2º domingo de Adviento
Mateo 1, 1-8
No
existe sólo el desierto geográfico: está el desierto humano, personal, aquel
que todos experimentamos alguna vez en nuestra vida. Y no es menos ambiguo.
Normalmente
las personas caminamos mirando hacia el suelo para saber dónde ponemos nuestro
pie. En el desierto no existen caminos. Mirar hacia el suelo sería perdernos.
Tenemos que mirar hacia arriba: el sol, las estrellas nos van marcando el
camino. Si en nuestra vida de cada día miramos nuestros intereses más cercanos
posiblemente terminaremos perdiéndonos en la nada. Necesitamos en el desierto
mirar hacia arriba, hacia valores que tengan en cuenta a los demás. Es la única
posibilidad de no perder el rumbo.
En el
desierto encontramos la soledad, que no el vacío. El vacío nos anularía como
personas. La soledad puede estar llena de personas. Pero la soledad nos impide
“aprovecharnos” de las personas con las que vivimos. Desde la soledad nos
encontramos con las personas y con Dios solo desde una actitud: la gratuidad.
No es posible una relación comercial: te doy, me das. En la soledad doy sin
pedir nada a cambio. No dependo de que lo que pueda recibir a cambio. Y ahí se
manifiesta nuestra grandeza humana.