Fiesta de la Navidad
25 de diciembre
Jn 1, 1-5.9-18
En esta
Navidad nos intercambiaremos numerosas palabras llenas de buenos deseos y
augurios de felicidad.
No
podemos cambiar la costumbre. Y como tantas veces, muchas de ellas serán
palabras vacías simplemente para cumplir el expediente. A veces será un breve
mensaje para no romper del todo el contacto con personas con las que nos
comunicamos sólo en estas fechas.
¡Cuánta
palabra vacía! ¡Cuánta palabra que no toca nuestros sentimientos ni las fibras
de nuestro ser! Son un signo de cómo hemos ido construyendo nuestra sociedad
sobre la “vaciedad humana”, llenándola de cosas superficiales.
Y
cuando hablo de cosas superficiales no me refiero tanto a cosas materiales,
sino a realidades tan profundamente humanas como la palabra.
La
palabra que está llamada a ser la forma de expresar mi interioridad, de entrar
en contacto con los demás… pero ¡cuánta palabra hueca!
Para
muchos de los que siguen manteniendo un sentimiento religioso, la Navidad se
identifica con un niño, nacido el Belén, hace muchos años y en un pesebre…
Pero si
vamos más allá de lo puramente externo y folklórico, Navidad tiene un sentido
mucho más profundo.
En
medio de tanta palabra vacía, que es mero sonido, Jesús aparece como Palabra creadora
que da vida. Y da vida porque la Palabra se hace una persona en medio de
nosotros. Algo que se puede tocar. Algo que entra en contacto con las personas.
Algo que es capaz de transformar a las personas y al mundo.
Celebrar la Navidad es aceptar la invitación de Jesús a transformar
nuestra vida en “palabra que se hace hombre”. Hombre que se alegra con la alegría
del otro. Hombre que sufre con el sufrimiento del otro. En definitiva Hombre o
mujer como tantos/as otros que han estado y están dispuestas/os a generar vida
en este mundo.