Domingo 22 de marzo
4º de Cuaresma
Juan 9,16-9.13-17.34-38
Jesús
fue, sin duda ninguna, un hombre absolutamente libre, un hombre que rompió
todos los esquemas de su tiempo y todos los esquemas de los tiempos que le
sucedieron. Concretamente en el terreno religioso fue un judío que “sin abolir
la Ley, sino dándole su cumplimiento”, dio en su entorno y para la posteridad
una lección clarísima de cómo deben entenderse las relaciones con Dios.
Por
eso a Jesucristo no le importa comer con los oficialmente “pecadores” -porque
eran ellos y no los “buenos” oficiales los que lo buscaban y lo necesitaban
imperiosamente- y no le importaba que una mujer como Magdalena -que había amado
tanto- regara con sus lágrimas de mujer, consciente de sus pequeñeces, los pies
que no habían sido lavados por el anfitrión, y no le importó que aun cuando la
ley mosaica mandaba lapidar a las adúlteras “in fraganti”, aquella adúltera que
estaba delante de Él saliera como nueva sin recibir ni siquiera un reproche de
sus labios.
Por
eso no le importó calificar a los fariseos con los más rotundos epítetos que
encontramos en su léxico y llamar “zorro” a Herodes. No le importó hacer todo
eso porque Jesús era, fue, un hombre absolutamente libre que no conocía más que
una norma: hacer la voluntad de su Padre, un Padre que es fundamentalmente
espíritu.
Los
cristianos damos deberíamos preguntarnos si damos a los que no lo son la
sensación de que somos mujeres y hombres maduros o más bien parecemos niñas y niños
pequeños necesitados siempre de atención y consejo. Si damos la sensación de mujeres
y hombres capaces de autonomía o de ciegos o tullidos que necesitan siempre la
mano de otro para que nos diga por dónde tenemos que andar.
Sería
cuestión de pensarlo seriamente y dar respuesta sincera a la luz de la actuación
de Jesús.