Domingo 9 de junio
Pentecostes
Juan 20,19-23
Celebrar
la fiesta de Pentecostés implica preguntarnos con qué espíritu afrontamos la
vida.
Sin
el Espíritu de Jesús, la Iglesia es barro sin vida: una comunidad incapaz de
introducir esperanza, consuelo y vida en el mundo. Puede pronunciar palabras
sublimes sin comunicar «algo» de Dios a los corazones. Puede hablar con
seguridad y firmeza sin afianzar la fe de las personas. ¿De dónde va a sacar
esperanza si no es del aliento de Jesús? ¿Cómo va a defenderse de la muerte sin
el Espíritu del resucitado?
Sin
el Espíritu creador de Jesús, podemos terminar sin que nadie en la Iglesia crea
en algo diferente. Todo debe ser como ha sido. No está permitido soñar con
grandes novedades. Lo más seguro es una religión estática y controlada, que
cambie lo menos posible. Lo que hemos recibido de otros tiempos es también lo
mejor para los nuestros. Nuestras generaciones han de celebrar su fe vacilante
con el lenguaje y los ritos de hace muchos siglos. Los caminos están marcados.
No hay que preguntarse por qué.
Solo
cuando nuestro corazón se abre, empezamos a intuir con qué ternura y compasión
mira Dios a las personas. Solo entonces escuchamos la principal llamada de
Jesús: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».
No
hemos de mirar a otros. Hemos de abrir cada uno nuestro propio corazón.