Domingo 27 de mayo.
Fiesta de la Santísima Trinidad.
Mateo 28,16-20
Cuando
llamamos a Dios “Padre” lejos de encerrarnos en sus ideas, nos hace libres para
que elijamos por nosotros mismos, pues si Dios es nuestro Padre, ningún ser
humano podrá sentirse señor y dueño nuestro; todos nos consideraremos hermanos y
herederos de su mensaje.
Dios,
finalmente, es Espíritu. Como viento y fuego, calor, libertad, amor. Sin el
Espíritu la relación Padre-Hijo se convertiría en desconfianza y desamor.
Dependencia
de hijos a padres, pero sin atentar contra la autonomía de cada uno. Y sobre
todo amor, libertad, escucha, calor de hogar.
En
el evangelio Jesús envía a sus discípulos para que hagan discípulos de entre
todas las naciones y los consagren a este Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. A
estos nuevos discípulos no les enseñarán una doctrina, sino “todo lo que él les
mandó”. Y lo que él les mandó fue que se nos amaramos unos a otros como él nos
ama. Con la práctica de ese amor incondicional, nacerá una sociedad alternativa,
austera, solidaria, cargada de amor y apertura, libre de autoritarismo y
respetuosa con las diferencias. En esa sociedad estará por siempre presente
Jesús que ahora cumple la función de Enmanuel (Dios con nosotros): “Miren que
yo estoy con vosotros cada día hasta el final”.
Con
razón escribía el Papa Francisco hace tres años: “la Misericordia es la palabra
que revela el misterio de la Santísima Trinidad”.