Domingo 8 de abril
2º de Pascua
Juan 20,19-32
La
alegría de la comunidad cristiana es la victoria de la vida sobre el pesimismo
y la tristeza de la muerte. Y es una verdadera pena que nuestras reuniones
eucarísticas hayan perdido la alegría en aras de una convencional seriedad
ritual. La alegría cristiana es esa sana y serena expresión de una profunda paz
interior. “La paz esté con vosotros”, se nos dice en cada eucaristía como lo
dijo Jesús en aquellas liturgias pascuales que nos relata el evangelista Juan.
La
alegría es el signo de la presencia de Cristo resucitado. Seguramente que los
cristianos no estamos muy convencidos de ello o no lo hemos comprendido del
todo, a juzgar por nuestras actitudes y conducta.
Cada
misa debería ser gozada por la comunidad, y el gozo de cada uno compartido con
el otro. Para eso necesitamos crear un clima de mayor sencillez y
espontaneidad, de modo que cada domingo festejemos la alegría de haber vivido
una semana de amor y servicio a los hermanos.
En
Pascua celebramos la alegría del amor que da, que ofrece, que comparte y que
sirve. Por eso, una comunidad sin acción, sin dinamismo, sin responsabilidades
compartidas no podrá nunca gozar del auténtico sentido de la alegría pascual.
La
alegría pascual sale de nosotros, del interior hacia afuera. No es producida
por lo bueno que hay afuera sino por el bien que tenemos dentro, la presencia
de Jesús. La alegría que depende del exterior es fatua, porque no suprime la
cobardía ante la vida ni tiene nada esencial para fundamentarla.