Domingo 29 de abril
5º de Pascua
Juan 15,1-8
Tener
buenas intenciones, mejorar nuestra vida, actuar a partir del amor a los demás,
preocuparnos por los más pobres… son cosas que a todos se nos pasan alguna vez
por la cabeza y decidimos hacerlo. El problema es cuando empiezan las
dificultades.
No
es raro que cuando decidimos actuar de acuerdo al mensaje de Jesús y eso
empieza a ser difícil y exigente, muchos nos justificamos: somos humanos, somos
débiles, es demasiado. Y empezamos a dar marcha atrás.
Según
muchos psicólogos, la enfermedad más ampliamente extendida en nuestros días es
la soledad. Y esta afirmación se comprueba en primer lugar y sobre todo en los
países de más elevado nivel de vida. Hay muchos niños que sufren de soledad,
porque sus padres no se preocupan de ellos. Y los jóvenes, porque se creen
incomprendidos. Hay casados que viven en soledad. Y sobre todo sufren de soledad
los ancianos, que se sienten desatendidos y considerados como una carga… Son
personas que tal vez han hecho mucho en la vida y ahora lo tienen todo menos el
cariño. La pena interior se manifiesta a veces en signos exteriores de
depresión, nerviosismos… que inducen hasta el suicidio.
Y
aquí la gran diferencia: Jesús conoce y ama a cada uno personalmente. Es la
respuesta de la fe al problema de la soledad. Entre el resucitado y sus
discípulos es posible una relación como la de un buen maestro con sus alumnas y
alumnos. El los conoce por su nombre y tiene relación personal con cada uno de
ellos. El conocimiento es íntimo, personal y profundo. Conoce nuestras
debilidades, necesidades y buenos deseos… antes de que se los expongamos.
Esta
relación personal es solo posible cuando nosotros tendemos puentes con los
demás que nos necesitan. Es la condición para que Jesús se nos comunique.