NAVIDAD
Nacimiento de Jasús
Juan 1,1-18
Y a esta ciudad llegó un día un ser venido de lejanas tierras.
Era alguien que nunca jamás había oído la palabra «Navidad», alguien que no
había oído siquiera el nombre de Cristo.
Era, tal vez, un monje sintoísta que hubiera vivido siempre
encerrado en un monasterio del Japón.
O quizá un piadoso musulmán que en algún país del Medio Oriente
rezaba todos los días a Alá al levantarse el sol.
O puede que fuera un anciano hindú que hubiese pasado la vida
entera venerando al sagrado río Ganges.
O un religioso rabino judío que consumió su vida en una sinagoga
de algún pequeño pueblo de Palestina.
O quizá ni siquiera era un ser humano. Quién sabe si el extraño
visitante no era en realidad un marciano de esos que nos imaginamos con
grotescas figuras.
Es igual, elijan ustedes. Basta con que se trate de alguien que
llega esta tarde a nuestras calles, alguien que no sabe ni sospecha qué fiesta
es la que estamos celebrando. Alguien que hoy se pasea por nuestras avenidas y
se pregunta a sí mismo qué fiesta es esta que estamos celebrando. Acompañémosle
por las calles de nuestra ciudad y tratemos de adivinar lo que piensa cuando ve
lo que ve.
Nuestro amigo acaba de llegar a la plaza Mayor de la ciudad o
del pueblo y sus ojos se van hacia unos letreros que le llaman la atención.
Nuestro amigo piensa que está empezando a comprender. «Eso es
-se dice a sí mismo-, los españoles están celebrando la fiesta del dinero. Ése
es su dios. O al menos el mayor de sus dioses. A ese dios rinden culto. En ese
dios es en quien piensan más tiempo y a quien mayormente se encomiendan.
Es una fiesta extraña, piensa nuestro amigo, mientras sigue
caminando por las calles iluminadas, pero ya le han dicho que los
occidentales somos gente muy especial.
Pero -de pronto- nuestro amigo ve abierta la puerta de un
supermercado, de unos grandes almacenes y decide entrar en ellos.
Nuestro amigo ha comenzado a dudar. Ya no está seguro de que sea
la fiesta del dinero. ¿No será más bien la fiesta del estómago?
Tal vez sí, tal vez los españoles dediquen unos días al año a dar culto a la gula y se atiborren de dulces y bebidas y de los manjares más caros y exquisitos. Tal vez, quién sabe. ¡Los occidentales son tan extraños!
Tal vez sí, tal vez los españoles dediquen unos días al año a dar culto a la gula y se atiborren de dulces y bebidas y de los manjares más caros y exquisitos. Tal vez, quién sabe. ¡Los occidentales son tan extraños!
Pero en su pasear a nuestro visitante le ha llamado la atención
el número de niños que ve por las calles.
Nuevamente le han entrado dudas a nuestro amigo. Porque ahora
está preguntándose si no celebraremos la fiesta de los niños. Esto le parece
más lógico que una fiesta del dinero o del estómago. Y piensa que sí, que eso
debe de ser: son los días en que los occidentales dan culto a los niños y por
eso les llenan de regalos.
Pero cuando sigue paseando por las calles nota en las caras de
la gente un algo especial. Y empieza a imaginarse que tal vez estamos
celebrando la fiesta de la fraternidad.
Pero desciende a los suburbios de esa ciudad y empieza a ver
rostros que no parecen ser felices ni siquiera en estos días.
Ve vagabundos abandonados, ancianos que parecen solitarios. E
intenta hablar con ellos.
Pero después de hablar con ellos, nuestro visitante empieza a no
estar muy seguro de que sea la fraternidad el centro de estos días.
Cansado, al caer de la tarde, nuestro amigo penetra en una
iglesia. Y allí en medio de la oscuridad, le llama la atención un rincón
iluminado.
Lo que ve es un extraño portal en el que hay unas figuritas de
barro. Un niño recién nacido que reposa en el pesebre. Una figura de mujer que
tiernamente le mira. Un anciano que parece cuidar de los dos. Una mula que mira
al niño con ojos casi humanos. Un buey que le da calor con su aliento.
Nuestro amigo contempla la escena sorprendido y no entiende que
esto tenga nada que ver con todo lo que ha visto antes. ¿Qué relación puede
tener esta pobreza con el culto al despilfarro de los escaparates? ¿Cómo
relacionar a esta familia que no tiene ni casa con los billetes de la lotería?
¿Cómo podría nuestro amigo imaginar que todo aquello -la lotería, las
comilonas, los regalos, las luces de las calles- se hacen para festejar a
este niño del portal? ¿No tendrá nuestro visitante que pensar que los hombres,
los cristianos, estamos decididamente y rematadamente locos?
¿O que somos unos hipócritas que no creemos lo que decimos
creer?
O tal vez nuestro amigo ha tenido mala suerte. Quizá no se
sorprendería tanto si hubiera aterrizado en otro país y con otros cristianos.
Puede que hubiera entendido mejor la Navidad si hubiera visto la que celebran otros cristianos en
otros países «menos católicos» pero más creyentes.
Por ejemplo… si hubiera visto esta celebración navideña en un
pueblecito de la India. A través de una madre hubiera entendido mejor la figura
de María.
Y hubiera entendido mejor la pobreza de la cuna. Y habría
descubierto a José en el carpintero.
Había comprendido mejor la sencillez de los pastores. Y los
dones humildes de los Reyes Magos.
Y le habría parecido más profundamente religiosa la danza de
alegría ante el pequeño recién nacido.
Porque tal vez hay que ser pobre y sencillo para poder entender
la pobreza y la sencillez de la Navidad.
Porque tal vez en Occidente somos demasiado ricos y demasiado
listos para comprender el amor de un Dios que se hizo niño en Belén.