Domingo 7 de agosto
19 del tiempo ordinario
Lucas 12, 32-48
Es
cierto: la gran enfermedad de los hombres es esa miopía cotidiana que nos
empuja a equivocarnos de valores.
Yo me
he preguntado muchas veces qué pediría a Dios si él me concediera un día un
milagro. Y creo que suplicaría el ver, el ver las cosas como él las ve, desde
la distancia de quien entiende todo, de quien conoce el porvenir y la auténtica
dimensión de las cosas.
Si
tuviera ese don, ¡qué distinta sería mi vida! ¡Cuánto más amaría y cuánto menos
lugar habría dado a las apariencias! ¡Qué poco me habrían importado los éxitos
y cuánto más las amistades!
Decía
esta chica: “Ahora “gano” mis tardes haciendo crucigramas con mi padre. Soy
feliz viéndole sonreír. A su lado no tengo prisas. Cada minuto de compañía se
me vuelve sagrado. Y cuando a la
noche regreso a mi casa “sin haber hecho nada” (sin haber hecho nada más que
amar) me siento llena y feliz, mucho más que si hubiera ganado un pleito,
construido una casa o acumulado un montón de dinero. Charlo con él. Charlamos
de nada. Vivimos. Estamos juntos. Le quiero. Le veo feliz de tenerme a su lado.
No hay premio mayor en este mundo. Sé que un día me arrepentiré de millones de
cosas de mi vida. Pero que nunca me arrepentiré de estas horas “perdidas
haciendo crucigramas a su lado”.
Esta
chica tiene razón. Ha vuelto sus prismáticos. Ha vuelto sus prismáticos y de
repente el cristal de aumento de su corazón le ha hecho descubrir lo que la
mayoría de los seres humanos no llegan ni siquiera a vislumbrar. Y todo lo
demás se ha vuelto pequeñito y lejano: secundario.
La
vida de los hombres, la sonrisa de las personas, la alegría de un niño o un
anciano, son mucho más importantes a los ojos de Dios… que todas las acciones
del mundo…. Se trata por tanto de que a la luz del Evangelio trastoquemos
nuestra escala de valores y vayamos conformándola un poco más de acuerdo con
él…