Domingo 17 de enero
2ª del tiempo ordinario
Juan 2,1-11
Así,
por ejemplo: se señala la hipocresía de un culto exterior y legalista; el apego
a las tradiciones humanas sin tener en cuenta la esencia de la Palabra de
Dios que debe ser captada en el espíritu y no en la letra.
También
se indica el centralizar la religión en los actos de culto y en las ofrendas
del altar, olvidándose de la ley suprema del amor al prójimo, tanto si es
amigo como si es extranjero o enemigo.
También
es una religión aguada la que se contenta con rezar y dar alguna limosna,
soslayando el imprescindible deber de la justicia; o la que se cimienta sobre
el culto a la personalidad y el autoritarismo religioso, olvidándose que
la autoridad es un servicio a la comunidad y que el único Señor es
Jesucristo, a quien se le debe absoluta fidelidad. En fin, solamente estamos
señalando algunos aspectos de esta profunda transformación a la que Jesús
dedicará sus escasos años de vida, transformación que no solo no ha
terminado, sino que es la tarea constante de los cristianos, cualquiera que sea su posición
dentro de la Iglesia.
Jesús
-y éste es el gran escándalo del Evangelio- descubre la inautenticidad de
la institución religiosa que no tiene en cuenta al hombre; que se
transforma en fin de sí misma; que no se pregunta por lo que el hombre
necesita o exige; que antepone la ley al respeto al otro, la norma a la
conciencia.
Todo
esto, y mucho más, está insinuado como tras ciertos velos en este primer signo
de Jesús, un signo que hace acrecentar la fe inicial de los discípulos que
están buscando la fuente de la vida.
Si la
religión no sirve para que el hombre viva más y mejor, con plenitud de persona,
con sentido comunitario, con alegría, abundancia y paz…, entonces el hombre
tiene derecho a preguntarse para qué sirve tanta agua almacenada en
nuestros libros, en los rituales o en costumbres que hace mucho tiempo
que han perdido su sabor.
Jesús
llega para transformar, no solamente el corazón del hombre, sino también
sus instituciones religiosas y sociales. Viene a establecer un nuevo estado
de vida: un matrimonio en el que el novio y la novia, Dios y la
humanidad, se unen en la única felicidad del amor.
Hasta
que no llegue ese momento, será nuestra tarea seguir cambiando el agua en
vino. Hacer de la vida una fiesta es, al fin y al cabo, el gran objetivo del
Evangelio.