Domingo 9 de agosto
19 del tiempo ordinario
Juan 6, 41-51
Cuántas veces lo hemos
escuchado: «Lo que verdaderamente importa es saber vivir». Y, sin embargo, no
nos resulta nada fácil explicar qué es en verdad «saber vivir».
Con frecuencia,
nuestra vida es demasiado rutinaria y monótona de color gris. Pero hay momentos
en que nuestra existencia se vuelve feliz, se transfigura, aunque sea de manera
fugaz.
Momentos en los que el
amor, la ternura, la convivencia, la solidaridad, el trabajo creador o la
fiesta, adquieren una intensidad diferente. Nos sentimos vivir. Desde el fondo
de nuestro ser, nos decimos a nosotros mismos: «esto es vida».
El evangelio de hoy
nos recuerda unas palabras de Jesús que nos pueden dejar un tanto desconcertados:
«Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna».
La expresión «vida
eterna» no significa simplemente una vida de duración ilimitada, incluso,
después de la muerte.
Se trata, antes que nada, de una vida de profundidad y
calidad nueva, una vida que pertenece al mundo definitivo. Una vida que no
puede ser destruida por un bacilo ni quedar truncada en el cruce de cualquier
carretera.
Quizás tengamos que empezar por creer que nuestra vida
puede ser más plena y profunda, más libre y gozosa. Quizás tengamos que
atrevernos a vivir el amor con más radicalidad, para descubrir un poco qué es
«tener vida abundante». Al fin y al cabo, como dice S. Juan: «Sabemos que hemos
pasado de la muerte a la vida, cuando amamos a nuestros hermanos».