Domingo 20 de octubre
29 del tiempo ordinario
Lucas 18,1-8
Insistentemente
le aclamamos o le recriminamos a Dios o a Jesús él porque de tanta desgracia:
¿Cómo
permite el Dios de la paz y el amor esas guerras tan sangrientas y crueles, la demencial
carrera de armamentos, el derroche de recursos para la destrucción del medio
ambiente, la existencia de un tercer mundo que desfallece de hambre, la
consolidación de los desniveles de vida entre países y ciudadanos?
En
medio de tanto sufrimiento, al creyente le resulta cada vez más difícil orar,
entrar en diálogo con ese Dios a quien Jesús llama ‘papá’ (‘abbá’), para pedirle
que ‘venga a nosotros tu amor’. Desde la noche oscura de este mundo, desde la
injusticia estructural, resulta cada día más duro creer en ese Dios presentado
como omnipresente y omnipotente, justiciero y vengador del opresor.
O
tal vez haya que cancelar para siempre esa imagen de Dios a la que dan poca
base las páginas evangélicas. Porque, leyéndolas, da la impresión de que Dios
no es ni omnipotente ni impasible -al menos no ejerce-, sino débil, sufriente,
‘padeciente’; el Dios cristiano se revela más en el dar la vida que en el
imponer una determinada conducta a los humanos; marcha en la lucha reprimida y
frustrada de sus pobres, y no a la cabeza de los poderosos.
El
cristiano, consciente de la compañía de Jesús en su marcha hacia la justicia y
la fraternidad, no debe desfallecer, debe insistir en la oración, debe pedirle
fuerza para perseverar hasta contagiar el espíritu y el ejemplo de vida que
Jesús nos enseñó en un mundo donde domine la justicia de los pobres y los humildes.
Solo la oración lo mantendrá en esperanza.
El
cristiano no anda dejado de la mano de Dios. Por la oración sabe que Jesús está
con él. Incluso la ausencia de Jesús, sentida y sufrida, es ya para él un modo
de presencia.