Domingo 21 de mayo
6º de pascua
Juan 14,15-21
Lo que jesús sí nos da, es la posibilidad de que ese dolor sea
fructífero. El hombre tiene en sus manos ese don terrible de conseguir que su
propio dolor y el de sus prójimos se conviertan en vinagre o en vino generoso.
Y tenemos que reconocer con tristeza que desgraciadamente son muchos más los
seres destruidos por la amargura que aquellos que saben convertirlo en fuerza y
alegría.
Así
ocurre que hay supuestos “grandes” de este mundo que se hunden en la primera
tormenta, mientras que “pequeñas” personas son maravillosas cuando llega la
angustia. Un hospital es siempre como una especie
de juicio final anticipado.
Nos debe de contagiar más una vida plena que una vida larga. El
valor de una vida no se mide por los años que dura, sino por los frutos que
produce. De ahí, que ante la enfermedad, pase lo que pase, a lo que no tenemos
derecho es a desperdiciar nuestra vida, a creer que porque estoy enfermo tengo
disculpa para no cumplir con mi deber o a amargar la vida a los que me rodean.
Y me veo obligado a subrayar que la verdadera enfermedad del
mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no
encontraron una mano compasiva y amiga! ¡Qué fácil, en cambio, seguir cuando te
sientes amado y ayudado!
Nunca en nuestra vida haremos algo mejor que querer a nuestros
enfermos, sostenerlos y sonreírles. Hay en el mundo un déficit de compasión.
El
evangelio de este domingo es una proclamación de Jesús, cuando siente cercana
su muerte, de la cercanía y el amor del Padre especialmente en los momentos
duros de la vida. Sus palabras: «No os dejaré desamparados, volveré… Vosotros
me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy
con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros» van dirigidas preferentemente
a los que sufren.