Jesús
no quiere que nadie lo siga en base a milagros o actos que rayan con la magia.
Sabe que seguirlo a Él es aceptar el proyecto del Padre: el Reino. Y eso se
puede hacer solo desde la fe.
Nadie fue “testigo visual de su resurrección”, aunque muchos los
habían sido de su muerte. Y una vez resucitado solo lo pueden “ver” aquellos
que tienen fe. Es decir aquellos que creen y están dispuestos a comprometer su
vida por los valores que movieron su existencia y lo llevaron a entregar todo,
hasta su vida, por amor.
Es esa fe la que permitirá a sus discípulos superar los miedos
que los mantenían encerrados. A partir de ese momento no buscarán “conservar”
su vida, estarán dispuestos a entregarla por el Reino, como expresión del amor
de Dios a la humanidad. Dejarán de mirar hacia el pasado y mirarán, con una
esperanza que va más allá de la muerte, hacia el futuro. Y tendrán el mismo
final que el Maestro.
A partir de la experiencia de los apóstoles deberíamos
preguntarnos si nuestra fe como personas y como comunidad eclesial se basa en
la experiencia de la resurrección de Jesús.
¿Miramos hacia el pasado o hacia el futuro con la confianza
puesta en un Dios que no falla? ¿Procuramos “conservar” lo que creemos tener o
caminamos con la esperanza de quien cree que hasta la muerte ha sido vencida?
Solo quien mete sus dedos en las llagas de
los crucificados de hoy podrá ver al Resucitado. Lo mismo que pasó hace dos mil
años. Jesús no va a aparecer caminando por nuestras calles. Verlo y creer en Él
supone tomarse en serio lo que dijo un día: “Quien quiera ser mi
discípulo, que cargue con su cruz y me siga”.