Domingo 6 de septiembre
23 del tiempo ordinario
Marcos 7,31-37
Las noticias y las imágenes del drama de los refugiados que
intentan llegar a Europa nos indignan a muchos, aunque los gobiernos siguen
hablando de números y no de personas con rostro y una historia detrás y la
muerte o la incertidumbre en el presente y el futuro.
Buscamos nuestra tranquilidad, nuestro supuesto bienestar y eso
supone no ver ni oír a quienes sufren.
El evangelio de este domingo nos recuerda un milagro de Jesús:
cura a un sordomudo; una persona que apenas podía comunicarse con los demás.
Pero Jesús le tiende su mano cariñosa, le cura y le facilita esa
relación con los que le rodean.
También nosotros, a pesar de poder oír y hablar, corremos el
peligro de vivir solos, aislados en esta sociedad.
La soledad se ha convertido en una de las plagas más graves de
nuestra sociedad.
El contacto humano se ha enfriado en muchos ámbitos de nuestra
sociedad. La gente no se siente demasiado responsable de los demás. Cada uno
vive su mundo. No es fácil el regalo de la verdadera amistad.
Hay quienes han perdido la capacidad de llegar a un encuentro
cálido, cordial, sincero. Se sienten demasiado extraños a los demás.
No son ya capaces de entender y amar sinceramente a nadie, y no
se sienten comprendidos ni amados por nadie.
Quizás se relacionan cada día con mucha gente. Pero en realidad
no se encuentran con nadie. Viven aislados. Con el corazón bloqueado. Cerrados
a Dios y cerrados a los demás, son como ”sordomudos“.
Jesús tomó partido por los pobres, los
marginados, los enfermos y los pecadores. Siempre estuvo en medio de ellos y a
ellos dedicó la primera de sus bienaventuranzas y las parábolas de la
misericordia, en que aparece la atención de Dios por lo que estaba perdido.