Domingo de pentecostes
Juan 20, 19-23
El Espíritu hace a Jesús pobre, desinteresado, desprendido. El
Espíritu de Jesús nos lleva a usar de todo lo que tenemos para el Reino, porque
no queremos tirar la vida, no consentimos en desperdiciar nada, ni la salud ni
el dinero, ni la inteligencia, ni la habilidad, ni el tiempo ni nada… porque
todo esto puede ser precioso para siempre y no nos conformamos con sea sólo
agradable para unos años.
Reconocemos que actúa en nosotros el Espíritu de Jesús cuando
sentimos cierto recelo ante la comodidad, ante el placer, ante la seguridad,
ante la felicidad que producen las cosas de fuera a dentro, cuando nos sentimos
inquietos si nos aprecia todo el mundo, cuando sentimos satisfacción interior
en el esfuerzo, en la austeridad, en la ayuda desinteresada y anónima, cuando
tenemos que sufrir por la verdad, por el perdón, por la honradez. Y nos damos
cuenta de que todo eso no nace simplemente de nosotros sino que es el Espíritu
de Jesús el que lo produce, y estamos agradecidos de que se nos exija, porque
así salvamos esta vida de la mediocridad, y de la muerte.
Reconocemos el Espíritu de Jesús cuando “sentimos a Dios”,
dentro de nosotros y en todas las cosas, cuando percibimos que está ahí,
hablando constantemente, exigiendo y perdonando y alentando la vida y
liberando, y experimentamos que podemos conectar con Él en lo más íntimo, y que
no llamamos FE a una serie de dogmas, sino a experimentar su Presencia Liberadora
que cambia la vida y la hace válida.
Y sentimos que todo esto no nos lo inventamos sino que lo
recibimos de Él, y sentimos que la vida es más, que hay un sentido y un plan y
una presencia y un futuro.