PONGÁMONOS AL SERVICIO DE LOS DEMÁS, Y EMPEZAREMOS A SER SANTOS

Dos hermanos que eran conocidos en la ciudad donde vivían por estar envueltos en toda clase de engaños y de vicios y que habían acumulado una gran fortuna gracias a sus malvadas artimañas.
Cuando murió el hermano mayor nadie se entristeció. Su hermano quiso despedirlo con un gran funeral. Pero como nunca habían asistido a ninguna iglesia le resultaba difícil encontrar una que quisiera celebrar el funeral.
El hermano se enteró de que una iglesia estaba recaudando dinero para hacer grandes reformas, así que se puso en contacto con el reverendo.
“Reverendo”, le dijo, “como sabe ni mi hermano ni yo nunca hemos asistido ni a su iglesia ni a ninguna iglesia. Y supongo que habrá oído toda clase de chismes sobre nosotros, pero deseo celebrar el funeral de mi hermano. Y si usted dice que mi hermano era un santo, le firmaré un cheque por cien mil euros.
Eso le ayudará a los arreglos de su iglesia”. Después de pensarlo un rato, el cura le dijo que celebraría el funeral pero tenía que pagar por adelantado. Y así lo hizo.
El día del funeral la iglesia estaba a rebosar. La gente acudió por curiosidad para ver lo que el cura decía de aquel ladrón y blasfemo.
El funeral comenzó con cantos y lecturas bíblicas. En la homilía el cura pronunció una larga letanía de todas las fechorías de aquel individuo: egoísmo, avaricia, corrupción, mujeriego, bebedor…
El hermano menor, sentado en el primer banco, empezó a sudar y a ponerse nervioso pues el cura no estaba cumpliendo lo pactado. Después de diez minutos de denigrar a su hermano el cura concluyó su homilía diciendo: “Sí, amigos, este hombre era un desastre y un perfecto estafador, pero comparado con su hermano, era un santo”.

La santidad lejos de estar reservada a una élite triste y ascética se ha hecho más cercana y, aparentemente, más al alcance de todos los pobres cristianos